domingo, 26 de abril de 2015

Y, ella, que tan solo buscaba resplandecer.

Ha llegado el otoño para arrancarme la piel. Se cierne a mis huesos, juega con mis entrañas tratando de engañarme, de llevarme de vuelta al infierno donde un día me consumí. Me abraza con el dulce cariño de las promesas que nunca se verán cumplidas, me susurra al oído frases reconfortantes para ahogar el ruido del mundo exterior. Y ya tan solo oigo los gritos a lo lejos y me sumo en la oscuridad donde todas sus víctimas caemos en algún momento. Pero yo me debato, lucho, siempre peleando por emerger, por recuperar mi luz. El problema reside en que ya nadie recuerda el camino hacia ella. Y en que yo nunca tuve (ni tendré) un mapa del tesoro.
El fresco viento del otoño me congela el alma y entumece mis sentidos. Me miente, me hace creer que las conversaciones a solas y los escritos son suficiente, que puedo encontrar la ataraxia, matar mis sentimientos. Mas yo los entierro con vida, cavando hasta el amanecer. Solo la luna llena es testigo de mis pecados e, irónicamente, estos le colman de placer. Y a la mañana siguiente la tierra aparece removida y aquel antiguo dolor atroz ha escapado. Y me busca. Y sabe dónde encontrarme. Porque me conoce mejor que nadie. Porque sabe con qué estocada logrará hacerme caer.
¿Y qué queda, pues, ahora? ¿Luchar, huir? ¿Avanzar, retroceder? Es el mundo al completo contra una sola alma gritando desde el fondo del abismo, incomprendida, sensible, sin nada que ganar y todo por perder.

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